EL CLIENTE
Su
voz, suave y zalamera, y su cara de inocente monaguillo envolvía a los acusados
durante los interrogatorios y les incitaba a recitar ante el tribunal aquello
que deseaba oír. Sin embargo, todas sus artes resultaron insuficientes en su
último caso, la anciana millonaria resultó inmune a sus encantos, era sorda
como una tapia. Con su muerte se abrió la puerta a una nueva estrategia, si
lograba ganarse la confianza de su heredero, se convertiría en el administrador
de todos los bienes donados por la excéntrica mujer. Protegido por un paraguas,
pequeño y discreto como su dueño, entró en una pescadería y compró media docena
de sardinas frescas. El olor, al entrar en el despacho aquella mañana, despertó
los cuchicheos entre sus envidiosos compañeros. Una sonrisa de superioridad
acalló los comentarios, mientras el maullido de un gato persa flotaba por el
aire. – Mi cliente acaba de llegar.
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